Terapia de choque

  • Terapia de choque

    François Bayrou, en Francia, gana puntos camino de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas del próximo 22 de abril. Con una trayectoria centrista que hace cinco años también lo catapultó en los sondeos, ahora para coger impulso opta por un perfil más contundente y contestatario con la política tal y como está instituida. Y alguien que lo conozca un poco se preguntará: ¿ahora querrá pasar por antisistema?

    tendremos que confiar que resista la tentación, por el bien de todos y por el de la credibilidad del conjunto de la escena política. Pero, definitivamente, el Indignaos, de Stéphane Hessel, ha hecho mucho daño, sobre todo entre aquellos que no lo han sabido leer ni poner en su sitio. ¿Sí? ¿Es así? ¿Solo es un problema de aprehensión de contenidos y de interpretación aplicada a la cruda realidad? Seguramente, no.

    Por un lado, es bien cierto que el papel casi lo aguanta todo. Ante esto, incluso un señor con la trayectoria de Hessel puede escribir un libro que lo convierta en icono de los altermundistas de todas partes. Y, ante eso, incluso un señor con la trayectoria de Bayrou puede mirar de pescar en este totum revolutum de votantes potenciales que muestran simpatías por lo que dicen que dice Hessel. A pesar de ello, cabe advertir a Bayrou que el candidato socialista, François Hollande, ya ha conseguido la foto con Hessel. Pero regate corto y panfletos a un lado, nos tendríamos que preguntar cómo es que un liderazgo político como el de un personaje en teoría tan sólido como Bayrou se ve tan condicionado por las modas y por los estados de ánimo que se identifican en capas consideradas significativas de la sociedad. ¿Son los signos de los tiempos y su huella en política?

    Estos días, la película La dama de hierro, sobre Margaret Thatcher, nos regala un breve monólogo de Meryl Streep metidísima en la piel de la ya mayor exprimera ministra británica. Uno de especialmente intenso del cual extraigo de memoria un microfragmento: «La gente ya no piensa. Siente. Y lo damos por hecho. Para saber la reacción del otro pedimos cómo se siente, no qué opina o qué piensa. Lo primero es qué sentimos, el sentimiento». Es aquello que Milan Kundera describió como el homo sentimentalis. Como el ciudadano que, en muy buena parte influido por el lenguaje que promueven los medios de comunicación, se ha convertido en un ser especialmente sensible a los argumentos emocionales. A las ideas simples que rehuyen las complejidades en fondos y en forma. Al impacto y a la velocidad a ritmo de los planos de un videoclip.

    Aceleración, intervenciones que son una retahíla de eslóganes muy bien presentados y fáciles de metabolizar, y mucha empatía con un público que quiere percibir que sus representantes les quieren y que saben cómo se sienten. A los líderes políticos del presente los cae encima esta responsabilidad difícil de asumir. Y su hiperexposición mediática los somete a examen de una manera mucho más escrutadora y continua que no lo hacía con sus predecesores de hace unas pocas décadas. Con este panorama, ¿alguien puede extrañarse de que Nicolas Sarkozy o Barack Obama fueran la sensación hace pocos años y que ahora las encuestas les pinten tan mal? ¿Alguien puede no entender, de fondo, que Mariano Rajoy quiera exponerse lo mínimo posible a los focos de las cámaras? Convendremos que ciertas dosis de invisibilidad, como terapia de choque para evitar el desgaste acelerado, no les vendría nada mal, ¿verdad? Para mirar de amortiguar su desgaste y el del conjunto de la cosa pública.

    (Para leer el artículo en su fuente original, el Centre d’Estudis Jordi Pujol, clicad aquí)